Meditación de Semana Santa para jóvenes, escrita en 1946
¿Qué piensa Dios del hombre? ¿De la vida? ¿Del sentido de nuestra existencia? ¿Condena Él esos inventos, ese progreso, ese afán de descubrir medicinas eficaces, automóviles veloces, aviones contra todo riesgo? No. Más aún, se alegra de esos esfuerzos que nos hacen mejor esta vida a nosotros. Pero para los que en medio de tanto ruido guardan aun sus oídos para escuchar nos dice: «Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia».Oye, hijo: «Yo». ¿Quién? «Yo», Jesús, Hijo de Dios y Dios verdadero. «Yo», el Dios eterno, «he venido»: he hecho un viaje... viaje real, larguísimo. De lo infinito a lo finito, viaje tan largo que escandaliza a los sabios, que desconcierta a los filósofos. ¡Lo infinito a lo finito!, ¡lo eterno a lo temporal! ¿Dios a la creatura? Sí, ¡así es! Ese viaje es mi viaje realísimo. «Yo he venido»: ¡Ése es mi viaje! Por el hombre. La única razón de ese viaje: el hombre. ¿Ese minúsculo y mayúsculo? Porque si bien es pequeño, es muy grande; ¿es lo más grande del universo? ¿Mayor que los astros? Por ellos nunca he viajado, ¡ni menos sufrido! Por el hombre sí...Por el hombre, quizás no me entiendes: Por ti negrito, por ti pobre japonés; por ti, chilenito de mis amores, por ti, liceano de Curicó. Yo no amo la masa; amo la persona: un hombre, una mujer... «¡He venido» por ti!«Para que tengan vida». ¿Vida? Pero, ¿de qué vida se trata? La vida, la verdadera vida, la única que puede justificar un viaje de Dios es la vida divina: «Para que nos llamemos y seamos hijos de Dios» (1Jn 3,1). Nos llamemos, ¡¡y lo seamos de verdad!! No hace un viaje lejano el Dios eterno si no es para darnos un don de gran precio: Nada menos que su propia vida divina, la participación de su naturaleza que se nos da por la Gracia.
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